De una conversación nocturna con mis amigas de exilio, despertaron recuerdos que, por mínimos, debían
estar perdidos desordenadamente entre los tantos asuntos relevantes a los que
la mente suele dar más atención. Vino a mi mente la visión de mi ciudad en años
tan inocentes y ávidos de información, donde el detalle más simple se queda
pegado como parte esencial de uno mismo: el color de un letrero, el olor de una
esquina, una marca, una canción, que se quedan para siempre. Me resultó tan
maravillosa y palpable esa visión y caí en cuenta que poco o nada he hablado
jamás al respecto, así que decidir contarla y escribirla para poder recurrir a
ella cada vez que la necesite.
Llegué a Guayaquil cuando tenía 5
años. Vestida con un overól amarillo,
una carterita de Plaza Sésamo, de la mano de mi mamá, salí del avión
esperando ver la cara de mi papá y entré en contacto con el particular aroma de
Guayaquil. Ese olor a humedad tropical, más acentuado en invierno que en verano
que me llega hasta las raíces cada vez que me alejo. Camino a la casa de mis
tíos, que nos alojarían hasta contar con vivienda propia, me dejé impresionar
por esa arquitectura distinta de un Guayaquil de soportales, que permiten cómodamente
abrigarse del sol o de la lluvia, que luego descubrí, son comunes en varios
rincones de la maravillosa costa ecuatoriana a la que pertenezco por sangre y derecho de
uso.
Llegamos, decía, a la casa de mis
tíos en el centro-sur de Guayaquil. Mis ojos curioseaban atentos cada detalle
de esa casa de suelo de madera (que olía como huele la madera costeña), de
altos techos, con grandes ventanales tan nuevas para mí, como tradicionales de
Guayaquil; ventanas cubiertas por mallas metálicas por las que circulaban
plenamente las bondades del aire de la noche guayaquileña y permitían dejar fuera
lo menos bondadoso, como mosquitos y demás visitantes de esa índole. Con
curiosidad, fui descubriendo objetos y costumbres que hoy considero tan míos como si hubiera nacido de ellos.
Objetos que para todo habitante
de la costa resultan cotidianos, como el toldo, aquel encaje trasparente que
convertía cualquier cama común en cama de princesa y que me acompañó hasta
la era de los aires acondicionados, resultaban novedosos para mí. El ventilador, con el que, el mismo día de mi
llegada, a punto estuve de tener un primer encuentro poco acertado, cuando al
verme deslumbrada por el giro de las aspas (que en esos años eran del metal más
duro), acerqué mi cabeza pretendiendo descubrir aquello que se movía detrás de
“esa especie de jaula”, arriesgándome a que mi cabello quedara atrapado; creo
recordar que fue una de las chicas de servicio que pudo pausar la escena
encontrándole un final menos calamitoso. Las sandalias... claramente recuerdo la
sensación de incomodidad que tuve cuando mi mamá, quitándome los botines y las
medias con las que había viajado, me calzó un par de sandalias que apenas se
sostenían por una fina tira en mis pies y me hicieron sentir un poco desnuda.
Descubrí costumbres, como el
tradicional baño de las 5 00 de la tarde para los niños. Yo venía de un Quito
frío en el que esa costumbre no era frecuente. Las chicas de servicio, que en un
Quito más progresista no eran habituales, nos bañaban para luego embadurnarnos de
repelente Detán o de Caladril, para curarnos las picadas de mosquitos. Veía a
las abuelitas colocarse en el cuello una colonia color verde, a la que llamaban
Menticol, a horas en las que el calor se presentaba más duro, en años en los que
las casas más modernas estaban llenas de ventiladores, los abanicos aún
subsistían entre las señoras más grandes y los aires acondicionados, si los
habían, estaban reservados a residencias peluconas.
Descubrí sabores que parecían haberme estado buscando. El sabor del Complejo B que mis papás se afanaban en darme para evitar más picaduras de mosquitos, el bolo de maracuyá en funda o de esa primera merienda, a las 7 00 de la noche en la que me sirvieron bolón con un vaso de Quaker. Las galletas de sal, cuadradas de La Universal que vendían al granel en cuadraditos de papel manteca en las tiendas de barrio o los turrones de ajonjolí con maní. El jugo de coco que, a escondidas de mi mamá me compraba mi papá en las carretitas cerca del Comisariato Naval en el Barrio del Centenario o ¿es ya el Barrio del Astillero? La carne en palito, el caldo de salchicha que se compraba en la esquina en donde más tarde se edificó el Centro Comercial Centro-Sur. Los churros que me compraba mi abuelita afuera del colegio Cristobal Colón al regresar caminando desde mi jardín.
Ese fue mi primer barrio en
Guayaquil, del Centenario a la Saiba, ese que hoy está regenerado y que de
vez en cuando me gusta visitar por el puro placer de volver a ver las mismas
casas elegantes que poco o nada han cambiado en 33 años.
Era el año 1982. Se celebraba el
Mundial de Natación en Guayaquil y aunque no recuerdo ese hecho, sí tengo en mi
memoria que la ciudad estaba llena de imágenes de un pececito negro con blanco
que era el logo del campeonato y que competía en presencia con Naranjito, mascota
del mundial de fútbol España 82. Pasaban por la radio canciones de Menudo que
me fue imposible ignorar y por la radio de los mayores, Radio Cristal, a las 6
00 de la mañana, escuchaba la voz que siempre creí que era la del Cardenal Bernardino Echeverría rezando “El
Angel del Señor anunció a María”, ahora no estoy segura si era él. Pasaban por la tele La Abeja Maya, Tico-Tico,
Chispitas, Sintonizando, Día a Día con María Rosa y comerciales cuyos jingles
hoy mismo podría cantar al pie de la letra: jabón
de rosas, el jabón que humecta, deja limpia tu piel; Flan…flan…flan..flan, marcas que tengo más presentes que las que
compro todos los días: Mermeladas Guayas cuyos envases de vidrio se
transformaban en vasos de diario con la imagen de los Picapiedra, Maicena Iris
que auspiciaba la transmisión del Chavo del 8 a las 8 00 de la noche, Pulvapiés,
Chitos de Jack's Snacks o los K-chitos de mantequilla. Era una época en mi vida
en la que, para mí, no existían ni noticieros ni periódicos sino más bien revistas de
Memín Pinguín que me traía mi mamá, me leía mi papá y que yo misma me esforzaba
por releer un par de años después cuando aprendí; era la época de los
borradores con olores de fruta, de los jugos Natura de manzana, de los helados Turrón que costaban 5 sucres y las ganas de
explorar.
Imagino lo curioso de estas
líneas a ojos de cualquier costeño, incluso para mi mamá o mis hermanos que
desde siempre han convivido con hamacas, matamoscas, palo santo…¡ese olor dulzón que
inundaba Guayaquil en las noches de invierno!, ciruelas verdes y grosellas con
sal. Para mí también, estas, mis perspectivas, resultan graciosas e incluso
lejanas pero me permiten preguntarme si no son pequeños detalles como los largos pasillos de los soportales, las lluvias torrenciales o el olor a maduro asado perfumando las
calles lo que moldea la forma de ser del costeño ecuatoriano.
¡Cuánto de mi personalidad se la debo a los
grillos de febrero o a esa fruta de los almendros que no se puede comer pero que huele riquísimo! Porque en algún momento y sin darme cuenta, el
tiempo se encargó de hacer mío lo que un día lejano miré con ojos desconocidos.
Esa es la ciudad del manso Guayas
a la que pertenezco y que me pertenece.
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| Fuente: Wikipedia.org |
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| Fuente: Publicidad Colombiana, Cosas de Colombia |
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| Fuente: Noticaribe.com.mx |
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| Fuente: @ecuadorantiguo, Twitter |



